Un tratado de buenas maneras
África encierra el mundo que escapa del vértigo, de la prisa y del “hoy mejor que mañana”. Sus gentes, acostumbradas a vivir esperando que cada generación sea la última de hambruna y de miseria, saben que las promesas de compromiso del primer mundo son más un tratado de buenas maneras que un decálogo efectista con plan de acción de pico y pala.
Mientras sigamos trayendo los peces para que se los coman y no seamos capaces de enseñarles a hacer cañas y a pescar, no habremos avanzado nada. Aun así, nuestra conciencia de abandono y dejadez hacia sus pobres gentes, que siguen siendo las mismas que removían nuestro interior infantil con reportajes en la primera cadena de niños desnutridos rodeados de mosquitos carroñeros, nos obliga a hacer algo que nos permita pensar y manipular nuestra conciencia hacia una dirección en la que nos sintamos menos culpables por permitir, entre todos, que esto siga pasando.
Llegar hasta el corazón de África, representado por algunos de sus millones de núcleos urbanos desestructurados y expandidos sin regla ni control, es una odisea. Las compañías que programan vuelos tratan a sus viajeros como gentes de segunda división; asientos incómodos impropios siquiera de las “low-cost” más cutres que se nos vengan a la cabeza y un calor asfixiante durante vuelos de más 4 horas en aviones que son reactores en los que es mejor no pensar antes de subir.
Una vez que llegas a Monrovia, te das cuenta de que la terminal es un tenderete chapucero, vetusto y deslustrado, y te abofetea un calor y una humedad que nunca has experimentado. Mosquitos tigre, polvo de arcilla y un olor diferente; definitivamente, es otro mundo. Tras 8 horas de vuelo (12, si metemos el transbordo) nos esperan otras 4 horas de incómodo traslado en una ranchera por unas carreteras secundarias y plagadas de controles policiales que te llegan a asustar, hasta que te das cuenta de que ellos cuando discuten y se gritan, es que están hablando, así que mejor no pensar que puede pasar cuando se pelean de verdad.
Ya estamos aquí, en Ganta City tras 18 horas de viaje y con más de 400 Kg de material médico y quirúrgico. Tras dejar el escaso equipaje personal con el que hemos venido en la “Guest House” en la que nos quedamos, toca organizar y preparar todo para empezar a operar. Ese es el primer trabajo de cada misión: nada más llegar nos ponemos a deshacer bultos y paquetes en un habitáculo del Hospital, conocerlo y organizar todo en los “quirófanos” en los que vamos a trabajar. El entrecomillado esconde la utilización que haremos, de salas para operar, de habitaciones en las que una luz que sólo funciona a ratos cuelga del techo y un respirador de anestesia que es mejor no utilizar. No es novedad, sabemos a lo que hemos venido y que la adaptación al medios es un punto clave en este tipo de actividades de cooperación. El Hospital (Esther & Jereline Medical Center) es en sí un consultorio médico, como un Centro de Salud, y es junto al Methodist los dos únicos hospitales de Ganta City. No hay más, ni para más pobres ni para menos pobres.
El director médico del Hospital y el responsable de traer a los equipos que vienen de fuera es el Dr. Peter George, un ginecólogo local que se ocupa y preocupa de la gente de su pueblo y que, para cubrir unas necesidades que de ningún otro modo podrían hacerse se encarga en los últimos años de coordinar las misiones de colaboración que desde Hernia International y Cirujanos en Acción se están llevando a cabo en su ciudad. No hay nadie con capacidad para operar hernias en niños y adultos en esta ciudad y la derivación o referencia para otras ciudades o la capital no es una opción. Patria o muerte. Plomo o plata. O se les busca una salida a estos problemas tan prevalentes o nunca tendrán la opción los pacientes. Peter ha conducido día y noche para traernos a su “Hospital” y nos muestra orgulloso las instalaciones. Durante la visita a mi amigo y compañero Javier Moreno se le saltan las lágrimas. Lógico. No estamos preparados para esto.